En el Botánico de Lisboa

En el Botánico de Lisboa

Muchas veces, visitando el Bairro Alto, pasé por delante del Jardim Botanico sin decidirme a entrar. Visto desde fuera, no prometía mucho; encajonado entre edificios, me parecía muy pequeño, vetusto, poco interesante. Pero en mi último viaje a Lisboa una exquisita descripción de su museo de Ciencias Naturales y del botánico anexo, leída en la novela póstuma de Thomas Mann, me animó a traspasar el umbral del número 58 de la Rua Politecnica. ¡Gracias, Thomas!

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Abonado el euro y medio que cuesta la entrada, avancé por la alameda entre una doble hilera de palmeras, dejando a mi izquierda la mole del museo de ciencia. El folleto entregado en la taquilla me informaba que el jardín fue inaugurado en 1874, bajo la conducción de dos expertos de la Escuela Politécnica de Lisboa, con el propósito de reforzar la enseñanza de la botánica. Actualmente alberga a más de 10.000 especies de plantas, hongos y líquenes procedentes de Japón, Nueva Zelandia, Australia, China y Sudamérica. Desde 2010 ostenta el rango de monumento nacional y contiene un banco de germoplasma de especies raras y amenazadas. Acoge además diversas actividades de divulgación, como fiestas de las matemáticas, ferias de juegos científicos, exposición y venta de flores, mercado de rocas y minerales, entre otras.

En el terraplén que se extiende por la cumbre de la colina se ofrece al visitante un panorama parecido al del botánico madrileño, con parterres bien trazados y organizados taxonómicamente (con predominancia de las dicotiledóneas). Si este sigue caminando chocará contra una verja alzada al borde del precipicio y allí gozará de una espléndida vista de la ciudad esparcida abajo.

El paseo continúa por el Borboletário, la casa de las mariposas (borboleta: deliciosa palabra con la que la lengua lusa designa a estos lepidópteros). Por suerte aquel día el recinto abría sus puertas y una guía explicaba a un puñado de visitantes la obra y milagro de las mariposas que en esa ocasión tenían a bien dejarse ver. En efecto, allí estaban, camufladas contra las ramas y las hojas… no muchas, a decir verdad, y ninguna de tipo extravagante, solo las que anidan en Portugal.

Un cartel señalaba la dirección del arboretum. Siguiendo la flecha bajé por unas escalinatas. De repente el fragor urbano se disipó, quedando reducido a un rumor asordinado. Protegido por un dosel de copas centenarias, reinaba un relajante silencio apenas alterado por los gorjeos salidos del follaje y el susurro de las colas de los pavos reales al desplegarse. Me senté en un banco a disfrutar del entorno. Me hallaba dentro de un trozo de selva tropical injertado en el corazón de la antigua metrópolis. Los troncos de las magníficas palmas se disparaban al cielo. Los rayos del sol mañanero se filtraban entre los bambúes (¿o bambús? ¿O bambuses?). Enormes ficus exhibían sus flancos mastodónticos. A mi derecha se alzaban las contemporáneas de los dinosaurios, las araucarias y esas falsas palmeras, las cicas. Por donde mirase, en vez de parterres cuadriculados se multiplicaban pendientes y curvas decoradas con fuentes, cascadas y estatuas, como estipula el canon de la jardinería romántica. Y bordeando los caminos sinuosos, dragos, granados, sequoias, sicomoros, tejos, los ágaves que nos dan el tequila y el árbol que superó el bombardeo de Nagasaki, el gingko

La mañana no se enteraba de que el otoño había llegado y se mostraba radiante y primaveral. A su favor jugaba el peculiar microclima del lugar, que permite a las especies oriundas de tierras más cálidas y húmedas sobrevivir en un ambiente atlántico. Me levanté del banco y me encaminé a la salida por una cuesta empinada. Se olía la tenue fragancia de las plantas aromáticas. La densidad vegetal, lo abrupto del terreno, el sosiego, los escasos visitantes conseguían que las cuatro hectáreas del recinto parecieran mucho más grandes. En contrapartida, el conjunto transmitía cierto aire de abandono, y la información expuesta se me figuraba insuficiente; este encantador oasis en medio de la apiñada urbe ponía más empeño en gratificar los sentidos del paseante que en enriquecer sus conocimientos. Una lástima, porque estas antiguas colecciones coloniales podrían decirnos mucho de la flora de sus zonas de origen, las exóticas posesiones del imperio portugués.

Una visita recomendable a quienes gustan del turismo en general y del turismo científico en particular, si bien a esta última clase de turista la pobre afluencia de público no le resultará un signo muy halagüeño. Que las guías de viaje hablen del enclave como el “secreto mejor guardado de Lisboa” puede acrecentar su atractivo turístico, pero en divulgación científica una asistencia escasa indica que algo no funciona. Un jardín botánico -hay que repetirlo- no es un mero espacio verde.

 

 

Más información: http://www.bgci.org/garden.php?id=758&ftrCountry=PT&ftrKeyword=&ftrBGCImem=&ftrIAReg=

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