Por Pablo Francescutti
Para seguir en la tesitura marcada por Antonio Calvo con su brillante texto sobre Darwin, quiero llamar la atención sobre un aspecto poco conocido del célebre viaje en el HMS Beagle, que a buen seguro gustará a los amantes de la historia de la ciencia y su trasfondo. Me refiero a las condiciones que posibilitaron su presencia a bordo de un navío cuyo cometido científico poco tenía que ver con los intereses del futuro autor de la teoría de la evolución. Como recordará el lector, las idas y venidas del Beagle por las costas argentinas y uruguayas constituyen un leit motiv del diario de Darwin, siempre preocupado de que el barco terminase sus trabajos y zarpase sin él. Ahora bien, ¿qué se les había perdido a los ingleses en esos andurriales alejados de la mano de Dios? Los relatos canónicos ofrecen una escueta respuesta: la embarcación se encontraba haciendo pesquisas hidrográficas. ¿Hidrográficas? ¿Y para qué? Sencillamente, porque al término de las Guerras Napoleónicas, Inglaterra se abocó a construir un imperio a toda pastilla; y enseguida le echó el ojo a las ex colonias españolas de América, dotadas con una inmensa riqueza minera. Tras intentar engullírselas por las bravas (verbigracia, las fallidas invasiones a Buenos Aires y Montevideo en 1806 y 1807, compensadas parcialmente con la ocupación de las islas Malvinas y Georgias del Sur en 1833), la práctica “nación de tenderos” se contentó con adueñarse de los mercados anteriormente monopolizados por la corona española. La relación de esa vocación imperial con la hidrografía es directa. Para abrir los mercados de ultramar, Inglaterra contaba con su flota, que dominaba los mares, y una doctrina jurídica hecha a su conveniencia: la libre navegación de los ríos, aplicable, si hacía falta, a cañonazos (así lo demostró en 1845, cuando el gobierno de Buenos Aires se negó a que los barcos británicos remontasen a su antojo el Paraná). Coronar ese objetivo hacía indispensable un conocimiento fiable de los ríos y estuarios que se quería tornar en vías de penetración de los paños de Norwich y los cuchillos de Sheffield. Consecuentemente, la British Navy se consagró a asegurar el tráfico de sus mercancías mediante la elaboración de mapas y cartas marítimas de todas las costas y puertos del mundo. Entre sus prioridas a cartografiar figuraban las costas de Sudamérica, por las razones comerciales antedichas.
El HMS Beagle era uno de los instrumentos con los que se contaba para completar dicho mapeado, y le tocó al capitán Robert FitzRoy ultimar la tarea(el marino pasó a la historia como un discreto constructor de imperios; además de cumplir con sus cometidos sudamericanos, llegó a ser miembro del Parlamento y gobernador de Nueva Zelanda, y, por si esto fuera poco, estableció el primer sistema de pronóstico meteorológico de Gran Bretaña). El bergantín, por su parte, jugó en sus 18 años de servicio un papel capital en el desarrollo de la meteorología, hidrografía y cartografía modernas.
Se daba la circunstancia, en absoluto menor, de que Fitz Roy era un fundamentalista religioso. El fogueado marino estaba poseído por un furor evangélico y se había fijado la tarea de salvar las almas de los paganos americanos. En su primera incursión por los mares australes, había capturado cuatro indios de Tierra del Fuego, que se trajo a Inglaterra con el fin de convertirlos al cristianismo para luego devolverlos a su medio natural, de manera que evangelizaran a sus congéneres. Su obsesión por cumplir tal anhelo fue el motor que le hizo mover cielo y tierra hasta conseguir que el Almirantazgo le encomendara un barco encargado de estudiar las costas patagónicas (el triste desenlace de la misión merecería un artículo aparte).
A su perfil religioso se le añadía un rasgo de carácter muy especial: Fitz Roy se aburría enormemente a bordo -de hecho, temía enloquecer de soledad- y necesitaba desesperadamente una compañía culta, una oportunidad excepcional que Darwin, flamante graduado de Cambridge, no dejó escapar.
Un designio imperial, un capitán melancólico imbuido de celo misionero y un joven sin oficio ni beneficio deseoso de conocer mundo fueron los dispares elementos que se combinaron para hacer posible la expedición científica más importante de la historia. De tal manera avanza la ciencia: por una afortunada mezcla de cualidades personales, determinaciones político-económicas y, por supuesto, dosis variables de azar histórico.
(la suerte posterior de los principales protagonistas del relato es de sobras conocida: Darwin, sacando provecho de sus observaciones, pergeñó la teoría de la evolución de las especies; FitzRoy, presa de la depresión que siempre le había acechado, se quitó la vida con una navaja; menos familiar para los lectores españoles es el destino de los países cuyas aguas estudió el Beagle: Argentina y Urugua cayeron finalmente en las redes del comercio marítimo británico y formaron parte del vasto “imperio informal” controlado por la City de Londres, hasta el declive de la metrópolis en la Segunda Guerra Mundial).
Por Pablo Francescutti