Como periodista y comunicadora de ciencia a veces me encuentro en situaciones un poco peliagudas. Todo lo que rodea al conocimiento sobre el efecto que el alcohol tiene en nuestro cuerpo es un ejemplo. Es un tema con distintas facetas y comunicar sobre él no es sencillo.
Empecemos por lo obvio: en nuestra sociedad, el alcohol mola bastante. Desde el complejo y sofisticado vino hasta la desenfadada cerveza, los cubatas que son la base de cualquier noche de fiesta con los amigos, el vermú rescatado del olvido y convertido en la estrella de cualquier aperitivo urbano o los chupitos que clausuran una buena comida. El alcohol es parte de nuestra vida social y si me apuras hasta de nuestra cultura.
Negarse a beber no solo es difícil, sino que es una decisión de valientes y quien la toma debe aguantar incomprensión, extrañeza, preguntas y bromitas. Que se lo digan a David Broncano, abstemio, que ha contado en varios monólogos cómo se vive cuando eres el único en un grupo de amigos que no bebe.
Esta tolerancia social hacia el alcohol, que hace ya tiempo que no tiene el tabaco, está apoyada en otro mito colectivo: el alcohol en realidad, si no te pasas, no solo no es malo, sino que es hasta bueno. “Una copa de vino al día es buena para el corazón”, ¿no?
Así que como sociedad entendemos que, bueno, el alcohol no es para tanto, ¿no? Solo tienes problemas si lo mezclas con actividades delicadas, como conducir (“si bebes no conduzcas” sí que lo tenemos más interiorizado) o si se te va de las manos, caes en el alcoholismo y pierdes el control. Mientras no sea así, está todo controlado.
Hay muchas cosas que no son ciertas en esto que la sociedad piensa del alcohol: no hay evidencias suficientes para asegurar que esa copita de vino diaria sea buena para el corazón, pero sí que las hay de que el consumo de alcohol es un factor de riesgo para problemas hepáticos, mentales, cardiovasculares e incluso para algunos tipos de cáncer.
Así que esto parece darnos a los comunicadores científicos y de la salud un objetivo claro, ¿no? Convencer a la gente de que el alcohol no es inocuo, por mucho que nos guste beberlo, lo mucho que nos guste vernos con una copa en la mano y toda la cultura que hemos desarrollado en torno a él.
Y hasta aquí, todo claro, pero, ¿y si en investigaciones posteriores se demostrase que el alcohol sí tiene algún efecto positivo para la salud, aunque sea poco, aunque no compense sus perjuicios? ¿No tendríamos, como periodistas y comunicadores, que contarlo? ¿A que nos debemos antes: al rigor y la precisión o al fomento de la salud pública? ¿Y si ambas cosas entrasen en un momento dado en colisión?
La posibilidad no es solo ficticia. Hasta hace unas pocas semanas existía un gran proyecto científico llamado MACH (Moderate Alcohol and Cardiovascular Health) puesto en marcha por los National Institutes of Health (NIH), en Estados Unidos, creado para despejar las dudas y evaluar los efectos del consumo moderado de alcohol sobre la salud.
El objetivo era hacer un seguimiento de 7.800 personas durante más de 10 años, con una parte tomando una bebida alcohólica al día y otros ninguna con el objetivo de determinar si efectivamente el alcohol en cantidades moderadas actúa como protector ante enfermedades cardiovasculares y metabólicas, como algunos estudios han sugerido antes.
Y digo hasta hace unas semanas porque el 15 de junio la institución decidió cancelar el estudio después de que durante los meses anteriores surgiesen dudas y acusaciones sobre el origen de los fondos con que se estaba llevando a cabo, un total de 100 millones de euros.
Los NIH son una institución gubernamental, equivalente a nuestro CSIC, que invierte cada año 30.000 millones de dólares de dinero público en distintos proyectos de investigación relacionados con la salud. La mayor parte de los fondos van a científicos externos a los NIH, que se dedica a supervisar los avances y a conceder las becas y proyectos. En este caso, el centro concreto encargado de llevar a cabo la investigación era el National Institute on Alcohol Abuse and Alcoholism (NIAAA).
Bien, pues según publicó el New York Times el pasado 17 de marzo, miembros del NIAAA se habían reunido con representantes de las principales empresas fabricantes de bebidas alcohólicas para hablarles del estudio y convencerles de que hiciesen aportaciones económicas a su financiación, en lo que supondría un obvio conflicto de intereses para los investigadores y sus resultados.
Como respuesta al reportaje del NYT, los NIH iniciaron una investigación en torno a este estudio y el informe resultante recoge en sus conclusiones pruebas de una conducta “totalmente fuera de la cultura de nuestra noble institución”. Por ejemplo, que los responsable del estudio habían manipulado el plan de investigación para asegurar un resultado favorable para los patrocinadores y que lo habían ocultado al resto del personal de los NIH. Como consecuencia, la institución recomendaba clausurar el proyecto lo antes posible.
Esto es una mala noticia por varios motivos. Primero, porque es un caso de manipulación científica a cargo de los que tienen (y de los que necesitan) los fondos para asegurarse un resultado favorable. En un mundo como el nuestro en el que parece que todo se puede comprar y vender, la ciencia no es una excepción. Aun así, cada caso que sale a la luz es un golpe a la credibilidad de un sistema, el científico, que basa parte de su fortaleza en la transparencia entre financiadores y financiados y en la honestidad de ambos.
Pero también porque, ¡maldita sea, necesitamos esos resultados! Como comunicadora y periodista científica, un estudio sólido y bien diseñado sobre los efectos a largo plazo del consumo de alcohol sería una herramienta muy sólida para hacer bien mi trabajo en lo que a este tema se refiere.
La noticia de que responsables del estudio y empresas alcohólicas se hubiesen puesto de acuerdo para trampear los resultados es terrible, y habla muy mal de los implicados en el escándalo, por supuesto. De hecho, nos hace pensar que las empresas en cuestión sospechan y quieren tapar cuáles serían los resultados de estas observaciones.
Pero eso no es lo mismo que un estudio bien diseñado y realizado con unas conclusiones sólidas que nos permitiesen asegurar sin atisbo de duda que el alcohol en dosis moderadas es/no es bueno para la salud. Con eso en la mano, y bien explicado, sería más fácil convencer a nuestros lectores/oyente/espectadores de que, a la hora de beber alcohol, la decisión está en manos de cada uno, pero la salud no puede ser nunca un argumento a favor de su consumo, por muy moderados que seamos.