Hay discusiones que tienden al infinito convirtiendo determinados asuntos en ecuaciones imposibles de resolver.
Hace algunas semanas tuve la oportunidad de asistir de nuevo a una de esas discusiones. Fue en el marco del curso ‘Yo quiero ser divulgador científico’, organizado por la Fundación UNED. No había terminado la primera ponencia cuando surgió la eterna pregunta ¿quién debe divulgar el científico o el periodista?
Estando en clara minoría (dos periodistas asistimos al curso frente a 48 científicos) logré defender el papel que esta profesión puede jugar en la divulgación científica y, creo, conseguí convencer a algunos de los presentes.
Cierto que Manuel Toharia me echó una mano cuando dijo que los periodistas somos los corresponsales de los ignorantes en el país de la ciencia.
Así, desde la humildad de quien reconoce la sabiduría en la comunidad científica, creo que los periodistas somos quienes hasta ahora mejor hemos logrado traducir el matematiqués (el idioma de los científicos en palabras de Toharia). Una vulgarización que debe ser hecha siempre desde la rigurosidad que nos enseñan en las Facultades de Comunicación y que preside este oficio, lo crean o no en el país de la ciencia.
Y es que la eterna sospecha es la variable que imposibilita la solución a la discusión, la que convierte la divulgación en singularidad matemática.
Por eso, creo, debemos seguir apostando por la colaboración y el entendimiento despejando esas incógnitas sobre el contrario (ese científico no se fía de mi profesionales … o este periodista no se entera de nada) y desterrar los miedos para lograr que las palabras fluyan del matematiqués a la lengua común.