¿Zenón hubiera sido un buen candidato a «Tonto Contemporáneo»?

¿Zenón hubiera sido un buen candidato a «Tonto Contemporáneo»?

«William James niega que puedan transcurrir catorce minutos
porque antes es obligatorio que hayan pasado siete,
y antes de siete, tres minutos y medio, y antes de tres y medio,
un minuto y tres cuartos, y así hasta el fin,
hasta el invisible fin, por tenues laberintos de tiempo».
J.L. Borges: Avatares de la tortuga

«Bueno, lo importante es participar —dijo la tortuga
con resignación cuando el hijo de Tetis pasó a su lado corriendo
como si persiguiera al mismísimo Ares».
Javier Oribe: Aquiles, la tortuga y lo infinitamente pequeño

Con muchos presocráticos ocurre igual. Excepto por cinco pequeños fragmentos que Simplicio de Cilicia le atribuye al comentar la Física de Aristóteles, apenas tenemos referencias del filósofo Zenón. Sí sabemos que en los albores del siglo V aec nació en Elea —ciudad de la Magna Grecia coincidente con Velia, antigua población romana enclavada en la Campania—, y también que apreciaba a su paisano, maestro y padre adoptivo Parménides (dato, este último, que alega Diógenes Laercio).

Del vasto patrimonio conceptual con que apuntaló las tesis de su preceptor sobre la unidad del ser, la actualidad de Zenón se fundamenta en cuatro aporías sobre la naturaleza del espacio y el tiempo y la relación problemática entre lo discreto y lo continuo respecto del movimiento. Veámoslas (no se olvide que fueron comentaristas y críticos posteriores quienes asignaron el nombre con que hoy se conocen estas aporías):

Paradoja de Aquiles. Ésta, que entre otras noticias propone que el todo contiene tantos elementos como la parte, refuta la infinita divisibilidad del espacio. Aquiles, «el de los pies alígeros», es incapaz de alcanzar en carrera a una tortuga, más lenta, pero que inició la competición con una pequeña ventaja. Cuando el guerrero llega a donde estaba el quelonio, éste, en permanente avance, ya no se encuentra allí. Para Aquiles la tortuga es tan inalcanzable como para un caballito el que lo precede en un carrusel.

Paradoja de la dicotomía. Una especie de visión antisimétrica de la anterior, nos señala que, para recorrer una cierta distancia, cualquier objeto tiene que cubrir previamente la mitad de ésta. Y antes de ello debe cruzar la cuarta parte, y así sucesivamente. Con lo cual, no puede siquiera iniciar el movimiento.

Paradoja de la flecha. Esta aporía pone en solfa la discretización del movimiento. Si en cierto instante decimos que ocupa determinada posición una flecha en vuelo, ¿cómo distinguir ésta de otra flecha inmóvil, ubicada en idéntico punto? Esta paradoja, pues, plantea la perplejidad de un movimiento compuesto de quietudes.

Paradoja del estadio. Impugna la discretización del espacio y el tiempo sobre la base de la relatividad del movimiento.

Circula una anécdota, quizás apócrifa, en que un joven cínico, verosímilmente Antístenes de Atenas, en desacuerdo con estas razones que se oponen al movimiento, pero siéndole imposible refutarlas mediante la argumentación, se levantó y se puso a caminar alrededor de Zenón, aquél tal vez pensando que éste era tonto.

La de Aquiles y la tortuga es la paradoja más repetida a lo largo de la historia, no obstante, hoy examinaré la de la dicotomía y la de la flecha.

Un quebradero de cabeza de la primera de estas dos últimas aporías es si una suma de infinitos términos puede ser finita. Tal cuestión sólo se resolvió en términos generales con el cálculo infinitesimal y al cabo de veintiún siglos. Pero en el caso que nos ocupa, y dado el desarrollo de la geometría en época de Zenón, no es improbable que nuestro filósofo pudiera construir una figura como ésta:

Con ella es simple constatar que, por su paulatina pequeñez, la suma de esta colección infinita de áreas nunca rebasará la unidad [[1]]. Es decir, Zenón bien pudo saber que una serie infinita podía originar una suma acotada (finita). Casi es seguro, pues, que el eléata estaba sugiriendo otro interrogante más profundo: ¿puede un móvil recorrer infinitas porciones de espacio en otras tantas de tiempo? Es decir, ¿puede un objeto realizar infinitas operaciones para cubrir una distancia finita?

En cuanto a la paradoja de la flecha, ciertamente el movimiento parece ser un proceso que si se congelase en un cierto instante el móvil quedaría paralizado en un punto concreto. Justamente eso es lo que nos facilita la ecuación de movimiento: los valores que adoptaría la posición del móvil si detuviéramos el tiempo en un momento definido. Tal fórmula es una herramienta imprescindible para el cálculo pero, ¿nos permite descifrar el movimiento? Habrá quien diga que proyectar con cierta cadencia una sucesión de fotogramas basta para concebirlo, pero eso sería conformarse con una ilusión, pues siempre queda la duda, por ejemplo, de qué le ocurre al móvil entre un fotograma y el siguiente. Y ello sin entrar a discutir la viabilidad de «fotografiar» el movimiento de modo que no resulte difuso (la velocidad de obturación, que jamás es infinita, provoca que durante el tiempo de exposición el móvil recorra un intervalo, lo que, desde luego, no es estar en un punto). ¿Tan tonto era Zenón que no advertía el desplazamiento de casi todo cuanto lo rodeaba? ¿No estaría apuntando al enigma de cómo es posible el desplazamiento? ¿De cómo es la dinámica en un mundo discretizado?

Si no padeciésemos del síndrome de Pigmalión, que nos hace preferir el M-mundo (el mundo de las matemáticas y los modelos) sobre el R-mundo (el mundo real de los datos empíricos), entonces reconoceríamos las aporías de Zenón como alegatos sobre el espacio y el tiempo físicos y no relativos sólo a objetos matemáticos (aunque investigadores como el intuicionista L.E.J. Brouwer, que niegan la validez del tertium non datur para conjuntos infinitos, tampoco aprueban casi ninguna de las justificaciones matemáticas dadas a tales paradojas). Éstas, que son mucho más profundas de lo que parecen —bástenos analizar otra, muy relacionada: la de la lámpara de Thomson [[2]]—, subrayaron intrincados enigmas, demostrando convincentemente que si se buscan razonamientos exactos y soluciones lógicamente acabadas para el problema del movimiento en el R-mundo, no es posible usar la noción de infinito sobre ingenuas bases atomistas. Para semejante objetivo puede que ni siquiera sean suficientes los elaborados métodos infinitesimales. De hecho, averiguar qué rasgos son invariantes al analizar la dinámica del R-mundo continúa siendo uno de los principales y más difíciles trabajos de la ciencia y la filosofía.

Sea como fuere, quienes reprochan a Zenón que admita el movimiento en la propia afirmación en que lo rechaza, están privando al eléata de su derecho a usar la demostración de sus tesis por reducción al absurdo. Por otro lado, la actitud de Antístenes, que se arrancó a dar vueltas mirando a Zenón, es claudicante incluso para un empirista: ¡el movimiento no se demuestra andando!

Zenón educó bien a su tortuga, y el bichillo aún puede sumir en el desconcierto a Aquiles. Así que no. En verdad, nuestro filósofo, que sigue estando en boga, no es un buen candidato a «Tonto Contemporáneo». Desde luego, yo voto en contra de que a Zenón, que además inventó la dialéctica (Aristóteles dixit), le otorguen la tiza con que se los distingue. Eso sí. Con el permiso del jurado de la Tertulia de la Taberna del Alabardero, en particular, allá donde esté, de D. Luis Carandell y, por supuesto, de D. Miguel Ángel Aguilar.

BIBLIOGRAFÍA

Son muchos los textos existentes en papel y en internet que analizan por delante, por detrás, por arriba y por abajo, las aporías de Zenón, pero me permito destacar uno por encima de todos:

Wesley C. Salmon (editor): Zenos’s Paradoxes. Hackett Publishing Company, Inc. (2001, Indianápolis, EEUU). ISBN: 0-87220-561-4.


[[1]] De hecho, se demuestra fácilmente que el área total, que llamaré S, es exactamente igual a la unidad:

1/2+1/4+1/8+1/16+⋯=S
1/2+1/2 (1/2+1/4+1/8+1/16+⋯)=S
1/2+1/2 S=S
1=S

[[2]] Tenemos una lámpara encendida. Al cabo de media hora se apaga, un cuarto de hora después se enciende de nuevo, un octavo de hora más tarde se apaga otra vez, cuando transcurre un dieciseisavo de hora se vuelve a encender, y así sucesivamente. La lámpara se apaga y se enciende una cantidad ℵ 0 (aleph sub cero) de intervalos alternos (realiza, pues, lo que se denomina una «supertarea»), cada uno con una duración la mitad que el precedente. Como sabemos (ver la nota anterior), todo el proceso de parpadeos acabará «exactamente» en una hora. La pregunta inquietante viene ahora. Cumplida esa hora, y sabiendo que la lámpara nunca se funde, ¿estará encendida o apagada?

La paradoja radica en que, el sentido común nos dicta que, finalizada toda la secuencia de apagados y encendidos, la lámpara tiene que estar un uno de estos dos estados: ora encendida, ora apagada. ¿Existe una respuesta «concreta» a la susodicha pregunta? ¿Es indecidible?…

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