Acabo de ver la película Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976, con guion de William Goldman), que cuenta de forma muy rigurosa la historia de Bob Woodward y Carl Bernstein. El minucioso trabajo de investigación del incidente Watergate por parte de estos reporteros del Washington Post llevó, para su propia sorpresa, a la dimisión del presidente de EE.UU., Richard Nixon, a principios de la década de los setenta.
El documental que cuenta el ‘así se hizo’, Telling the truth about lies, entrevista a algunos grandes nombres del periodismo americano, que explican cómo en el mundo de hoy (ojo, el hoy de 2006) sería muy difícil que a los dos reporteros les hubieran permitido completar su investigación. Por tres motivos: lo poco que les gusta a los poderes ejecutivo y judicial estadounidenses el derecho de los periodistas a mantener el anonimato de sus fuentes; unos medios de comunicación convertidos en grupos corporativos que no desean poner en peligro sus intereses económicos; y el ecosistema digital, con una opinión pública participativa y muy polarizada (y repito que estamos hablando de 2006, concretamente cinco meses antes de que se lanzara Twitter).
Sin embargo, ellos hicieron historia. Y aunque quizá como consecuencia el periodismo se volvió un poco autocomplaciente, suponen un modelo perfecto de ‘cuarto poder’, vigilante de los otros tres, que tan necesario se nos hace cuando la profesión se desbarranca por prácticas mucho más cuestionables.
Veamos qué papel ha jugado el periodismo de investigación en tres de las polémicas de fraude científico más sonadas de los últimos tiempos.
Vacunas y autismo
En una de las más delicadas, su papel ha sido fundamental. Brian Deer, del Sunday Times, era ya el azote de la industria farmacéutica con menos escrúpulos (plagios, estudios fabricados, ensayos clínicos mal realizados…) cuando causó un gran impacto con su seguimiento del conflicto de intereses del investigador Andrew Wakefield en su vinculación de la vacuna triple vírica con el autismo. Wakefield había llegado a publicar un estudio al respecto en la conocida revista de investigación médica The Lancet. Las pesquisas de Deer demostraron que, aparte de publicar resultados irreproducibles, Wakefield había realizado procedimientos médicos incorrectos y sin la aprobación de un comité de ética, y que planeaba crear una empresa que se lucraría con los exámenes médicos y los análisis que exigirían los litigios judiciales. Todo ello llevó a que The Lancet retractara su estudio y se le revocara la licencia para ejercer la medicina en el Reino Unido. Lamentablemente, como sabemos, el daño que causó en la percepción social de la vacunación no ha podido ser contrarrestado en su totalidad.
«Siga el dinero», decía el confidente Garganta Profunda a Woodward entre las sombras de aquel parking. Eso hizo Brian Deer de forma modélica.
I love sugar
La polémica más reciente, por el contrario, se la han ‘robado’ tres investigadores de la Universidad de California a los periodistas, y la revista científica JAMA Internal Medicine a los medios tradicionales: la revelación de que, en los años 60, la industria azucarera favoreció un trabajo de revisión que concluía que la grasa es más peligrosa que el azúcar para las enfermedades cardiovasculares. Por entonces, se publicaban frecuentes estudios que correlacionaban el azúcar con este problema de salud. Según el New York Times, John Hickson, un importante directivo del sector azucarero, pagó 6.500 dólares (equivalentes a 49.000 dólares actuales) a investigadores de Harvard para que realizaran la revisión, seleccionó los artículos científicos que quería que incluyeran en la misma y dejó claro que deseaba que el resultado favoreciera al azúcar. El Dr. Hegsted, de Harvard, escribió: “We are well aware of your particular interest, and will cover this as well as we can”.
La conclusión oficial de aquella revisión, afirmando que las grasas son el verdadero enemigo de la salud coronaria, ha condicionado este debate durante décadas.
Los investigadores Stanton Glantz, Cristin Kearns y Laura Schmidt reconocen una limitación en su estudio: ha pasado tanto tiempo que no han podido entrevistar a los implicados porque han fallecido. Qué diferente podría haber sido la situación si algún investigador o periodista de la época hubiera profundizado en las bambalinas de la revisión.
Clonación e inspiración
El cine aparece de nuevo en el tercer caso, y con un papel menos impecable que el de Todos los hombres del presidente.
En 2006, se hizo público que las revolucionarias investigaciones del surcoreano Woo Suk Hwang sobre células madres originadas a partir de embriones humanos clonados (lo que abría las puertas a futuros avances en el tratamiento de enfermedades) eran fraudulentas, y que además había obtenido los óvulos para sus estudios por cauces poco éticos. El Garganta Profunda de esta historia fue Young-Joon Ryu, investigador del equipo de Hwang; su contacto en la prensa, el periodista Hak Soo Han de PD Notebook. Las presiones sobre ambos fueron tremendas, y no solo porque estuvieran poniendo en cuestión estudios que se habían publicado nada menos que en Science, sino también porque Hwang era un héroe nacional; se le apodaba ‘el orgullo de Corea’. De hecho, a pesar de las consecuencias que sufrió, su carrera no se vio truncada y continúa investigando, aunque ya no le está permitido utilizar embriones humanos y mantiene un perfil más bajo.
Ryu fue considerado por muchos un traidor, que privaba a Corea de una de sus figuras científicas más brillantes, y el periodista Han tuvo grandes problemas para sacar la historia adelante de forma creíble. Cuando la Universidad Nacional de Saúl inició la investigación que confirmaría la falsedad de los trabajos de Hwang, ya otros investigadores habían empezado a denunciar también sus prácticas fraudulentas. Sin embargo, en la película que se inspiró en el caso, The Whistblower (Yim Soon-rye, 2014), la figura del periodista queda en mucho mejor lugar. Infinitamente mejor. Es más, Ryu manifestó su disgusto cuando comprobó que su propia figura prácticamente desaparecía de la historia y que los principales hallazgos se atribuían al periodista. También se le atribuían revelaciones que en realidad correspondían a la revista Nature.
Trasladar un hecho real al cine requiere adaptar la narrativa al lenguaje cinematográfico, desechar algunos personajes verdaderos, idear otros que encarnen un arquetipo atractivo… pero a la hora de inmortalizar en cine casos que impactan tanto en la sociedad y quedan para la historia, como lo hicieron éste y el caso Watergate, parece mucho más razonable no inventar superhéroes que confundan al público y sí ceñirse a los hechos, como hizo de forma ejemplar la película de Pakula y Goldman.