En su obra iniciática publicada en la segunda mitad del siglo 19, Julio Vernes nos relata un fantástico viaje de descubrimiento a las profundidades de los mares. Apoyándose sobre los conocimientos científicos de la época y entremezclándolos con elementos de ficción, el autor describe los fondos marinos y los adelantos técnicos que permitirían su exploración. Poco a poco la ficción se ha ido materializando y las visiones futurísticas de Vernes son hoy una realidad: miles de naves autónomas y submarinos de prueba están surcando los mares y océanos en misiones de mapeo y prospección. Mientras tanto, otros visionarios ponen a punto las tecnologías que harán posible la exploración y posterior colonización de los mares en el futuro.
Ya en tiempos de Vernes estaba claro que la exploración de los mares iba a ir de la mano del desarrollo tecnológico. Y es que en el reconocimiento de los fondos marinos, los ingenieros se topan básicamente con dos problemas: La autonomía energética de las naves y la capacidad de las estructuras de aguantar las tremendas presiones que la columna de agua ejerce sobre los materiales. Así, el profesor Pierre Arronax, retenido en el submarino del famoso capitán Nemo junto con su servidor Conseil y el marino canadiense Ned Land, se queda maravillado ante los propulsores eléctricos del Nautilus. Éstos utilizan los generosos recursos minerales del fondo del mar para generar energía eléctrica y le confieren así a la nave la tan deseada autonomía energética.
En realidad hubo de esperar hasta el 1899 para ver el primer submarino operacional de propulsión mixta, vapor y electricidad (el Narval). Y el primer submarino nuclear (por cierto igualmente llamado Nautilus) fue botado en 1954. Por este tiempo también se lanzó a la mar el batiscafo de investigación oceanográfica Trieste. Con plaza para dos personas, fue diseñado por el suizo Auguste Piccard, construido por ingenieros italianos y finalmente botado en agosto de 1953 en la bahía de Nápoles. En 1958 fue adquirido por la marina de los Estados Unidos y un par de años más tarde, el 23 de enero de 1960, el propio hijo de Piccard y el oceanógrafo americano Don Walsh descendieron por primera vez a la Fosa de Las Marianas a bordo del Trieste.
Este descenso marcó un hito en la exploración científica de los mares ya que previamente la tecnología y la resistencia de los materiales eran insuficientes, limitando así la exploración oceanográfica a la superficie o algunos miles de metros mar adentro. La hazaña del Trieste ha sido repetida varias veces desde entonces; la más mediática siendo aquella del director de cine James Camerón en marzo del año pasado a bordo del mini submarino de construcción australiana DeepSea Challenger. Con plaza para solo una persona, está dotado de una miríada de proyectores que permiten la filmación de las profundidades para un documental que está produciendo en colaboración con National Geographic.
Entreviendo las posibles ventajas económicas de la exploración de los mares y el atractivo turístico que puede conllevar, las iniciativas empresariales en este sector se están multiplicando. Por ejemplo el Deep Flight Super Falcon de la empresa californiana Hawkes technologies. Este mini submarino con capacidad para dos personas permite alcanzar unos 300 metros de profundidad en una inmersión de unas 5 horas; previo pago de unos 30000 dólares. Está compuesto de fibra de carbono y es tan ligero que en principio flotaría por su propio peso si no fuera por las alas ligeramente inclinadas hacia arriba y la turbina que da lugar al empuje. Está en uso desde el año pasado.
El muy mediático y siempre sonriente Richard Branson por su lado está probando un mini submarino (Virgin Oceanic) que puede alcanzar profundidades hasta ahora inimaginables para un modelo de este tipo. Le siguen de muy cerca las empresas Triton Submarines LLC con su modelo Triton 3300/3 y la también californiana Doer Marine. Esta carrera a los recursos del mar y a la explotación de los posibles filones turísticos es el reflejo especular de aquella que tiene lugar en el sector espacial. De hecho, los planes de construcción de hoteles y otras edificaciones submarinas tampoco faltan. Con nombres tan sugerentes y marinos” como Poseidon Undersea Resort o Water Discus, estos proyectos son los descendientes de iniciativas ya establecidas como los museos oceanográficos o los establecimientos submarinos (por ejemplo el restaurante Ithaa en las islas Maldivas).
En los años 50 también se idearon los llamados en inglés Autonomous Underwater Vehicle o AUV para todo para objetivos de exploración científica. Estos sumergibles están programados para trabajar de manera autónoma en misiones concretas que pueden consistir en estudios de la topografía del fondo marino, la búsqueda de minas o barcos hundidos y el análisis de las características físico-químicas del agua. Llevan baterías que le dan autonomía energética y una computadora propia que le confieren autonomía de decisión. La transmisión de datos y de nuevas tareas se hace en superficie y a través de un satélite. Los hay de formas y tamaños diversos (hasta 145 diferentes).
Remus 6000 es uno de estos modelos. Fue el sumergible que peinó el fondo del mar y encontró las cajas negras del avión de Air France que se estrelló en 2009 en el océano Atlántico. Tiene GPS, sonar, camera que se activa automáticamente a unos diez metros del fondo marino y sensores que miden la concentración de sal en agua. El AUV Spray Glider por su parte se utilizó para seguir la migración del petróleo que se derramó al golfo de México después de la catástrofe de la plataforma petrolífera Deep Sea Horizon. El análisis de las corrientes del golfo ayudó a predecir los movimientos del petróleo. Por su parte, el AUV Nereus tuvo su viaje inaugural en 2010 y de la más extraordinaria de las maneras: bajando hasta las profundidades de la fosa de las Marianas y recogiendo muestras de estas profundidades para su posterior análisis en superficie.
“El mar es el gran reservorio de la naturaleza. Por el mar empezó el globo terrestre y por el mar vendrá a su fin” le decía el capitán Nemo al profesor Pierre Arronax haciendo referencia a la riqueza de los recursos biológicos marinos y el papel del mar en la historia del planeta Tierra. Veinte mil leguas bajo el mar fue el pretexto perfecto para mezclar ciencia y ficción y dar descripciones fantasiosas del entonces completamente desconocido mundo marino. El arquitecto francés Jacques Rougerie, imbuido por el espirito de descubrimiento de Verne e inspirado por la labor divulgativa del gran Jacques-Yves Cousteau, ha diseñado y puesto a punto el proyecto Sea Orbiter.
Rougerie es un especialista de las construcciones marinas. Su vocación le viene de la convicción de que el mar tiene el secreto de las civilizaciones del futuro y que por ello es nuestro deber conocerlo mejor para poder custodiarlo mejor. El Orbitador de los mares es en una especie de nave futurística que nos da una idea de cómo el Nautilus del capitán Nemo puede haber fascinado a los lectores de Vernes en su tiempo. Equipado con paneles solares que hacen la vez de velas y de plantas de generación energía mareomotriz y eólica, esta proeza de diseño es, desde un punto de vista energético, completamente autosuficiente.
Un modelo reducido de unos cuatro metros ya se ha probado en las costas noruegas y si se consigue seguir los planes, la nave se lanzará al mar a principios de 2014. En 2015 ya está planeado que una misión de exploración a través del Atlántico norte para estudiar, entre otros, la evolución de las corrientes como consecuencia del cambio climático. El proyecto ha obtenido el apoyo de muchos investigadores así como de las organizaciones espaciales americanas y europeas que planean utilizar la nave como centro de entrenamiento para los astronautas. A su manera, Rougerie es el Verne de nuestros tiempos y me muero por leer los capítulos aún por escribir de “El Orbitador de los mares”.