Hace un par de semanas, cayó en mis manos un libro de cuyo nombre prefiero no acordarme, pero de cuyo contenido sí quiero expresar un hecho preocupante. La cosa empezó cuando me presentaron a una señora argentina de avanzada edad que, al enterarse de que yo era físico y buen conocedor de los enredos de la física cuántica, se empeñó en que leyera el mencionado libro porque el autor apelaba a esta teoría como sustento científico que explicaría unas curiosas transformaciones en las moléculas de agua.
A primera vista, nada fuera de lo normal y aparentemente acorde a la ciencia, si no fuera por el mal presagio que dejaba entrever la frase final de mi interlocutora: “el autor dice que gracias a la física cuántica la observación transforma las moléculas de agua”.
“¡Pardiez, qué mal suena eso!”, pensé en aquel momento. Y a esta reflexión privada añadí en voz alta la típica explicación: “Bueno… es verdad que la física cuántica tiene algo que ver con la observación, pero hay que tener cuidado con el término ‘transformar’, puesto que la transformación se produce más bien en el conocimiento que extrae el observador y no en el objeto en sí, en este caso la molécula de agua”. Me daba en la nariz que el libro debía ser uno de esos libros que justifican dudosas y rocambolescas teorías místicas haciendo creer que se deducen de la ciencia contemporánea.
Mi respuesta dejó a mi nueva “amiga” con una cara muy parecida a la de un jugador de póquer con un full por ejemplo de ases y reyes, a saber, que no sabe si el contrario va de farol o si tiene una escalera de color. Es decir, cara de susto, incredulidad y, por supuesto, cara de no haberse enterado muy bien de qué demonios hablaba yo.
Ella insistió entonces en prestarme el libro para comprobar si había algo de cierto en aquello, así que pensé que lo mejor sería echar un vistazo al libro, no fuera a ser que yo anduviera equivocado en mis sospechas. Por supuesto, no leí el libro completo (el libro ya tenía mala pinta desde el inicio, hablando de los mensajes secretos del agua), sino que decidí hojear sólo los extractos con referencias explícitas a teorías científicas. Había menciones para todos los gustos: el efecto de resonancia, la física cuántica, la holografía, las reacciones químicas, la teoría del Caos, etc. Todo lo que decía el autor no podía ser refutado por estas teorías científicas, pero sus conclusiones en absoluto se deducían de estas ciencias, y mucho menos se basaban en pruebas experimentales, excepto por unas bellas fotos que el autor había incorporado (a saber de donde). El autor decía que los cristales del agua resuenan con nuestros pensamientos, de modo que nuestros estados de ánimo transforman las moléculas de agua. Así, el agua tendría una especie de estados emocionales de acuerdo a nuestro comportamiento con él: si lo llamamos “¡feo!”, el cristal de agua adquirirá geometrías irregulares y su sabor será amargo; si en cambio le expresamos amor, su geometría será más simétrica, su comportamiento alegre y su sabor dulce.
No niego que estas ideas me provocaron ciertas carcajadas y no menos indignación, pero decidí que debía seguir hojeándolo hasta el final. Y entonces llegó lo peor: resulta que, según el autor, Einstein no interpretó del todo bien la fórmula E=MC2. Según el autor, la C no sólo era la velocidad de la luz, sino que podía asimismo interpretarse como Consciencia (la consciencia del agua), y que no debíamos preocuparnos por interpretarlo de este modo, puesto que la teoría de la Relatividad de Einstein nos enseña que ¡todo es relativo!. En este punto decidí cerrar el libro.
Hace mucho que sabemos de autores de libros sin escrúpulos y de lectores ignorantes que se creen todo aquello que leen, con la falsa creencia de que todo aquello que se publica en forma de libro es de fiar. En la era de las publicaciones impresas siempre ha existido este peligro, pero, hasta cierto punto, incluso para leer tonterías había que pagar por comprar un libro. Sin embargo, leer tonterías en Internet es gratis, y su accesibilidad universal permite que cualquiera pueda publicar aquello que le venga en gana, sea con buenas o malas intenciones. Los editores, que en general han servido de filtro razonablemente eficaz en la era de la imprenta, se ven superados por la libre e ingente publicación de contenidos en la Red, por lo que la probabilidad que tiene un lego científico de leer ideas de dudosa base científica en Internet tiende a incrementarse de manera preocupante.
Por eso es apremiante tener una buena formación en el arte de buscar información fiable, sobre todo en Internet. Hace ya algunos años que en segundaria existe una asignatura de Tecnología, y el año pasado se decidió añadir otra asignatura de cultura científica: Ciencias para el mundo contemporáneo. Estos esfuerzos ayudan a empapar de conocimiento científico y tecnológico a los alumnos en los institutos, pero se echa en falta una asignatura que enseñe a buscar islas de información relevante y fiable en el mar de desinformación que inunda la Red. La Sociedad del Conocimiento se construye con individuos que saben buscar, encontrar, filtrar y priorizar la información para construir y aplicar el conocimiento adquirido a nuevos descubrimientos, inventos e innovaciones. Cada vez hay más disciplinas científicas, más solapadas y más complicadas. Quizá la solución en el futuro no esté en saber de todo, sino en saber, con el buen manejo de buscadores y reglas booleanas, cómo encontrar respuestas a las partes que nos interesan en cada momento.