En la historia del arte los mecenas ocupan una página destacada. Movidos por la mala conciencia o por el interés sincero, el apoyo de los ricos a las artes ha permitido que miles de pintores, músicos, escultores y escritores, por citar sólo cuatro bellas artes, pudieran hacer su trabajo. Ahí tenemos a los Medicis y su Fra Angélico y su Miguel Ángel (y sus papas y su banca) y ahí tenemos al duque de Béjar y al conde de Lemos y su Quijote (uno cada parte, que aquí siempre hemos sido más parcos).
En la investigación científica el modelo de mecenazgo, especialmente en EE.UU. está tan asentado que no es necesario ni citar el cáncer y los Lasker o la biología y los Rockefeller para que se vengan a la mente inmediatamente. Las razones por las que esto ocurre más a menudo allá que aquí han sido estudiadas con detalle muchas veces y no merece la pena entrar en ellas ahora, pero es un hecho que aquí los ricos no han sido muy amigos de patrocinar ciencia, que digamos, aunque, recientemente, parece que algunas grandes empresas empiezan a transitar este camino. En general, el Estado ha sido siempre parco también y a los (pocos) años de vacas gordas (aquel primer tercio del XX, la década de los 80, la primera parte de los 2000) les han seguido siempre vacas paupérrimas. Y, en estos últimos años, estamos rozando ya el disparate de pretender cambiar de modelo económico y pasar del ladrillo a la probeta mientras lo que se rescatan son bancos que se han hundido por ladrilleros y se dejan caer centros de investigación que no han despilfarrado porque no han tenido con qué. Soplar y sorber a la vez es cosa sencilla al lado de esta mosca y este rabo.
En fin, tampoco se pretende con esta entrada volver a la historia sino hacerse eco y, en la medida de lo posible, suscitar un debate, sobre la pertinencia de sustituir la financiación pública de la ciencia por la caridad, instada por el mismo Gobierno que perpetra los notables recortes. Es decir, el paso, el acrobático salto de las peticiones de patrocino individual (lo que se llama crowdfunding, que hasta la palabra tenemos que pedir prestada), que pasan de ser iniciativa de investigadores más o menos emprendedores a ser auspiciadas por la Fecyt. La plataforma Precipita recientemente lanzada a la palestra pública (al palenque, diría Cajal; ¿y qué diría de ella?), con el fin de “acercar la ciencia a la ciudadanía”. Más bien, me parece, acercar la investigación a la cartera de la ciudadanía.
¿Tiene sentido? ¿Ha de suplir el ciudadano común y corriente la disminución en la inversión pública en investigación? Si de verdad se considera que la ciencia “Es fuente creadora de puestos de trabajo” y “Es clave en la competitividad de las economías” ¿lo dejamos al albur del interés de los ciudadanos? ¿Se trata de una notable y benemérita iniciativa en un momento difícil, y merece por ello nuestro apoyo, o es un parche bienintencionado pero desafortunado? Hablemos. Si les parece, usemos este blog de la AECC como foro de discusión. Adelante. (Por cierto, y por favor y con perdón: opiniones y criterios, no exabruptos ni salidas de tono; razones y diálogo, no insultos ni monólogos; mesura y profundidad, no chillidos y levedad. Gracias.)
[Esta entrada está escrita por Antonio Calvo Roy, Ignacio Fernández Bayo, Javier Armentia y Óscar Menéndez.]
Nota 13-X-14, 16:35 h.: Por un error, en la firma de este artículo no aparecía el nombre de Javier Armentia, quien es desde el principio partícipe de él.