Hace unas semanas José Alberto Cruz, responsable de la sección de investigación en Cadena Ser (Radio Cádiz), me invitó a colaborar en su primer libro: El núcleo de la vida. En él recopila algunos de los avances científicos ocurridos en Andalucía que ha tenido oportunidad de cubrir como divulgador. En este libro, que se presenta hoy en la Asociación de la Prensa de Cádiz, pretende reconocer el trabajo y el esfuerzo de varios equipos de investigadores que define como “eficaces, eficientes y emprendedores, personas que nos sorprenden cada día aportando nuevos métodos, datos e invenciones conseguidos en las universidades andaluzas”.
Para mi es un honor haber podido aportar mi granito de arena en este libro con el artículo que reproduzco a continuación sobre la divulgación científica en la tercera misión universitaria:

El filósofo inglés Alan F. Chalmers, en la introducción de su libro ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, apuntaba que “en la era moderna se siente un gran aprecio por la ciencia. […] Cuando a alguna afirmación, razonamiento o investigación se le denomina científico, se pretende dar a entender que tiene algún tipo de mérito o una clase especial de fiabilidad.” De hecho, médicos y profesores universitarios, ambos responsables de la mayor parte de la producción científica mundial según datos de Scopus, son las profesiones mejor valoradas por la sociedad española teniendo en cuenta el barómetro del CIS publicado en marzo de 2013, y los grupos profesionales en los que más se confía en nuestro país de entre una larga lista, siguiendo los datos recogidos por la Fundación BBVA en un estudio internacional de cultura científica llevado a cabo hace un par de años.
Y es que uno de los elementos clave para medir el grado de desarrollo de un país es el nivel de su producción científica, así como la explotación económica y aprovechamiento social de los avances generados en sus centros de investigación. Este proceso es conocido como tercera misión universitaria o transferencia de conocimiento y en España no fue hasta 1989 cuando empieza a articularse de manos de las Oficinas de Transferencia de Resultados de Investigación (OTRI). Así, esta tercera misión, cuyo origen podría situarse en los países anglosajones al finalizar la II Guerra Mundial, convierte a centros de investigación y universidades públicas en agentes activos y motores del cambio económico y social. El investigador de la Universidad del País Vasco Javier Echeverría de hecho habla de ésta como una revolución tecnocientífica, que unida a la revolución informacional, supone el motor principal de cambios radicales en nuestra sociedad, y compara su relevancia a la que tuvo la propia revolución industrial.
Pero, ¿cómo se lleva a cabo la transferencia de conocimiento? Ante un amplio abanico de posibilidades, son varias las herramientas tradicionalmente propuestas: creación de empresas basadas en el conocimiento (también conocidas como EBC o Spin-Offs), protección y explotación de resultados de investigación mediante patentes y licencias, y puesta en marcha de proyectos colaborativos universidad-empresa. Sin embargo, a este modelo habría que sumarle una rama relativamente nueva que no siempre se tiene en cuenta en el esquema clásico de la transferencia de conocimiento: la divulgación científica.
El uso de la divulgación científica, entendida como la comunicación social de la ciencia por parte de los organismos públicos de investigación, se ha ido generalizando desde el año 2007 cuando la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT) se propuso crear una estructura permanente para impulsar de forma progresiva la transferencia del conocimiento científico hacia todos los públicos mediante noticias de carácter divulgativo. Así nació COMCIRED, la red de unidades de cultura científica nacional. Estas Unidades de Cultura Científica y de la Innovación (UCC+i) son hoy en día uno de los principales agentes en la difusión de la ciencia y la innovación en España, y constituyen un servicio clave para mejorar e incrementar la formación, la cultura y los conocimientos científicos de los ciudadanos.
En este entramado, la “i” pequeña, la de innovación, es la que recaería a hombros de las OTRI. Es en estas oficinas donde como hemos explicado anteriormente se canaliza el conocimiento hacia la sociedad sacándolo de los laboratorios y departamentos en forma de Spin-Offs, patentes o proyectos colaborativos, y es aquí donde como apunta el sociólogo francés Morgan Meyer surge el papel del bróker del conocimiento. Así, el periodista especializado en temas científicos que trabaja en los centros de investigación (ya sea en una OTRI o en una UCC+i encargándose de esa “i”) tiene la misión de mover las innovaciones generadas en su institución y crear conexiones entre los propios investigadores y diversos públicos que pueden ir desde los alumnos de un instituto a los business angel que quieren apostar por una nueva empresa basada en unos resultados concretos de investigación. Esto es, unir fuerzas investigadoras y comunicativas para avanzar a favor de la empatía y la comprensión hacia la labor científica, pero también facilitar que los últimos avances estén disponibles de forma sencilla y accesible a través de los medios de comunicación, correctamente traducidos para que éstos puedan ser entendidos y compartidos, sin necesidad de recurrir a publicaciones técnicas mucho menos accesibles o cotidianas.
Así, el teórico suizo Étienne Wenger explica que la labor de un bróker, agente del conocimiento o relaciones públicas (como también son denominados los periodistas que trabajan en las instituciones o centros de investigación por la literatura científica), pasa por tener la habilidad de traducir, coordinar y ordenar diferentes perspectivas, enlazar prácticas educativas, comunicativas y mediadoras, y cruzar fronteras de tipo cognitivo, económico y social.
Y si bien es cierto que las herramientas habituales de transferencia funcionan en su contexto y que el respeto que la mayoría de la sociedad siente por la ciencia no es gracias exclusivamente a la labor divulgativa que ejercen los medios de comunicación, si no al trabajo de razonamiento, capaz de generar nuevos conocimientos, que realizan los científicos, está en manos de la ética periodística que estos conocimientos no sean utilizados como altavoz y arma de las estructuras de poder a sabiendas de la confianza depositada en la ciencia por la mayor parte de la sociedad. En este sentido, una correcta divulgación y promoción de la cultura científica son necesarias para combatir la denominada ideología de la ciencia que, como ya apuntara Alan F. Chalmers a principios de los años 80, “implica el uso del dudoso concepto de ciencia y el igualmente dudoso concepto de verdad que a menudo van asociados, normalmente en defensa de posturas conservadoras”.