Periodistas en el laboratorio: el experimento

Periodistas en el laboratorio: el experimento

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Comunicadores y científicos conviven en centros de investigación europeos con el proyecto RELATE

A mediados de noviembre leí este titular en un tweet de la AECC: “La Estación Biológica de Doñana y el Instituto de Ciencias Fotónicas de Barcelona recibirán a varios periodistas europeos en la semana del 15 al 19 de noviembre”. No me habría llamado la atención de no ser porque yo acababa de estar en la Universidad Bilkent de Ankara con el mismo programa. Se trata de RELATE (REsearch LAbs for TEaching Journalists), una iniciativa financiada por la Unión Europea para promover la comunicación de la ciencia mediante una estrategia muy sencilla en su planteamiento, aunque no tanto en su ejecución. RELATE abre las puertas de varios laboratorios europeos para que un grupo de periodistas se cuelen en la rutina de un equipo de investigación durante cinco días de trabajo compartido.

Así pues, las participantes de mi sesión –una rumana, una italiana, dos españolas, una francesa y una belga– estábamos allí con un grupo de científicos para ser “las cobayas de un interesante experimento”, como nos dijo Hinano Spreafico, la coordinadora del proyecto. Pronto nos dimos cuenta de que no era un chiste. Con seis periodistas a las que nadie conocía previamente pululando por los laboratorios, podía pasar cualquier cosa en función de factores no siempre controlables: el hábito de los científicos a hablar con la prensa, sus ganas de perder el tiempo en algo que les distraía de su rutina laboral y la capacidad del periodista para abrir canales de comunicación. Primera observación: las habilidades personales pueden cambiarlo todo. En este caso no se trataba de hacer una entrevista, unas fotos y hasta luego, sino de pasar cinco días husmeando, preguntando y a veces, también incordiando.

Mi destino fue el grupo de nanotubos de carbono en el Departamento de Química de Bilkent, la mejor universidad del país, privada y superelitista, una especie de Harvard turco donde cada curso cuesta 10.000 euros –aunque muchos de sus estudiantes están becados– y solo permanecen los que obtienen un 2 de nota media. Allí me mezclé con un grupo de investigadores de master, doctorado y postdoc que, aunque estaban informados de la visita, no entendían muy bien mi trabajo en general, ni mi interés por enredar en sus cosas, en particular. Sin embargo, estaban encantados de poder explicarle a una profana todo lo que yo me dejara contar. Segunda confirmación experimental: efectivamente, existe el famoso gap entre el periodista y el científico, pero normalmente –tercera observación–, no es tan difícil hacer hablar a los investigadores.

Yo tuve suerte. Durante toda mi estancia hubo alguien que se ocupó de mí casi a tiempo completo, Beril Baykal, una joven química a punto de terminar su Máster sobre la creación de superficies autolimpiables mediante nanotubos de carbono. Mis otros compañeros habituales fueron Kuldeep Singh Rana, un postdoc indio dedicado al estudio de nuevas baterías para dispositivos electrónicos, y la turca Gokce Kucukayan, que investiga los usos biomédicos de los nanotubos en terapias contra el cáncer. No pude tener mejores anfitriones: los tres trabajan con las mismas estructuras tubulares que han revolucionado el mundo de la tecnología, pero cada uno de ellos les saca partido en una aplicación diferente y todos se entusiasmaban hablando de su trabajo. Con su ayuda pude explorar cada rincón del laboratorio, cotillear sus experimentos, ver cómo se sintetizan nanotubos y preguntarles todo lo que me pasaba por la cabeza. Me empapé bien de ciencia de materiales, pero lo más valioso no fue eso –al fin y al cabo, todo lo que me contaron ya está escrito en alguna parte–, sino la inmersión en el trabajo experimental cotidiano al que normalmente un periodista no tiene acceso.

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Entre bombonas de nitrógeno líquido, catalizadores y placas, los jóvenes del laboratorio me contaron su opinión sobre la vida de un investigador en Turquía. Curiosamente, la mayor parte de ellos dudaban si continuar con su carrera o pasar a compañías donde “se gana más dinero y el trabajo es más interesante”, opinaba Beril. “Aquí los buenos o bien se van a Estados Unidos o Inglaterra a seguir investigando, o bien buscan trabajo en una empresa porque las condiciones son mucho mejores”, corroboró el genetista turco Emre Onat. Como intuía que la opinión de estos chicos y chicas pertenecientes a una élite quizá no reflejara la situación de los científicos turcos, pregunté a sus jefes.

El líder del grupo de nanotubos, Erman Bengü, tenía claro que, de no ser por razones familiares, él no habría vuelto a Turquía. Seguiría en la universidad de Northwestern –allí llegó a publicar un paper con Sumio Ijima, el japonés que descubrió los nanotubos de carbono– o en Sillicon Valley, donde fue investigador de Intel. No obstante, de todas las opciones que le ofrece su país “Bilkent es la mejor. Un profesor de una universidad estatal gana sólo 1.000 euros, mientras que el sueldo que tenemos aquí nos permite mantener un nivel de vida correcto”. Las diferencias van más allá de lo económico, según Bengü: “Yo diría que el 80% de los profesores de las universidades públicas se limitan a dar sus clases, tienen el puesto asegurado y no investigan. Aquí eso es impensable, nos exigen un número de publicaciones anuales para conservar el trabajo”. Bengü añora las facilidades que tenía para investigar en Estados Unidos. “Simplemente, entrabas en tu laboratorio y te decían: ‘trabaja duro y haz algo bueno’. Aquí yo paso el 70% de mi tiempo atendiendo asuntos burocráticos y buscando financiación, otro 15% ocupándome de mis clases y el 5% que me queda es para investigar”.

Frente a la cruda visión de Bengü, su colega Emrah Özensoy, del grupo de Química Física, exhibe un entusiasmo radical. Tras su paso por la Universidad de Texas, está convencido de que “en Estados Unidos eres sólo un pececillo en medio del océano, mientras que en Turquía hay pocos recursos, pero sabes que algo te tocará”. Distintas maneras de tomarse las cosas en un país en el que el presupuesto en ciencia, tras una potente inyección económica en los últimos años, es solo del 0,73% del PIB. La gestión de su I+D está en manos de la agencia estatal Tübitak, que trata de “crear cultura científica en la sociedad”, en palabras de Gülnihal Ergen, de su oficina de comunicación. Ergen insistía en que “por ejemplo, aquí no tenemos una asociación de periodistas científicos y ya es hora de crearla”.

Fuera del laboratorio mis anfitriones se empeñaron a conciencia en que yo disfrutara de Ankara –ciudad administrativa bastante sosa–. Una cena casera con más de diez platos exquisitos preparados por los propios miembros del equipo; una cata de postres típicos con abundancia de miel y frutos secos, y litros de té –los turcos son adictos a beberlo a todas horas muy caliente y azucarado– sirvieron de preliminares a la sobremesa de la última noche en la que, entre otras muchas cosas, me jalearon para que bailara flamenco, sin éxito, y me explicaron su teoría de que la música tradicional turca es la verdadera precursora del movimiento emo. Y casi me convencen.

Ahora que otros periodistas del proyecto RELATE han estado de visita por centros españoles, me alegraría saber que les han tratado tan bien como a mí. Creo que la frase que más escuché esos días fue “you are my guest”. La mezcla de hospitalidad y profesionalidad me dejó tan buen sabor de boca como aquel último banquete.

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