Autor: Pablo Izquierdo Garrudo
Una mañana del pasado marzo —qué distinto era todo— hablaba con Ilan Kelman, catedrático de crisis sanitarias del University College de Londres. Me decía que “en situaciones como la actual, es esencial que la ciencia esté disponible para los líderes políticos”.
Si el ciclo de “Argumentos Cruzados” (un programa de encuentros virtuales organizado por la Fundación Lilly) arrancaba este verano hablando de comunicación científica en los medios, los organizadores decidieron cerrarlo precisamente abordando el papel de la comunicación científica en política. Efectivamente, y pese a que la comunicación de la ciencia lleva meses en boca de todos, parece que siempre queda más tela por cortar. En este último encuentro participamos la presidenta de la AECC, Elena Lázaro; Lorenzo Melchor, especialista en asesoramiento científico de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT); y este que os escribe. Debatimos fundamentalmente sobre la relación entre ciencia y democracia, pero también sobre el impacto que la actual pandemia ha tenido sobre esos lazos.
Esta pandemia ha arrancado a nuestros científicos de sus laboratorios y los ha convertido en máquinas de escribir: durante estos meses se ha publicado a un ritmo frenético información sobre un virus, el SARS-CoV-2, del que hace apenas unos meses no sabíamos casi nada. Ese empuje, eso sí, ha beneficiado menos a las mujeres investigadoras que a sus compañeros varones. Por cierto, esta brecha de género pandémica se extiende a todos los niveles: según un informe encargado por la Fundación Gates, quienes han asesorado y tomado decisiones sobre la pandemia son casi todos hombres.
Pese a ese acelerón, en cualquier caso, la ciencia y la política —como la ciencia y el periodismo— bailan a distintos ritmos. La ciencia en adagio, los demás en presto. (Quizás ese ritmo desacompasado sea lo que impida bailar bien a los presupuestos para investigación, siempre agarrados al cortoplacismo del año a año… pero esa es otra historia).

La ciencia no debe venir a suplantar las instituciones democráticas, sino a fortalecerlas: la decisión última siempre es política, pero nuestros gobernantes tienen que contar con la mejor información científica. Al igual que cuentan ya con asesores legales o de comunicación, la figura del asesor científico (ya arraigada en países como Reino Unido) debería dejar de ser rara avis en nuestros gobiernos y parlamentos. Estos meses han demostrado lo importante que es contar con sistemas de asesoramiento científico estables e independientes. Subrayo ese “independientes”: la ciencia es política, pero no puede ser partidista si quiere preservar su credibilidad. Es lo que creen también desde Ciencia en el Parlamento, una iniciativa ciudadana que aboga por la importancia del asesoramiento científico (y que precisamente acaba de lanzar una campaña en redes para darse a conocer entre los más jóvenes).
Esta pandemia ha catalizado distintos cambios culturales en el mundo científico, incluido el auge de los principios de ciencia abierta, que resultará seguro en mayor colaboración y transparencia. Pero no basta con que los científicos se mantengan en sus propias esferas: la ciencia debe permear a los espacios públicos de toma de decisiones. “Igual que los economistas colonizaron estos espacios con la crisis económica y los politólogos con la crisis política, ahora es el momento de que lo haga la ciencia”, decía el otro día Lorenzo Melchor.
Sin embargo, es complicado comunicar ciencia en contextos de crisis, donde lo que es cierto hoy puede dejar de serlo mañana. El reto es doble: por un lado, aportar conocimiento sin fomentar el ruido; por otro, dejar claro que la ciencia opera con certezas inestables y sin verdades absolutas.
Dijo un dramaturgo irlandés, George Bernard Shaw, que el principal error de la comunicación es la ilusión de que ha sucedido: muchas veces damos por hecho una comunicación que realmente no ha ocurrido, pues emitir un mensaje y que nuestro receptor lo recoja son cosas muy distintas. Este es un error habitual en nuestro oficio, y a menudo pecamos de no entenderlo: no es lo mismo comunicar ciencia a un público que a otro. Y los políticos, en este caso, son uno muy particular. Uno que escucha, piensa y decide en base a emociones e ideologías, equilibrios y prioridades.
¿Cómo comunicar ciencia a un político? Primero, el mensaje debe llegar en el momento adecuado: aprovechando las coyunturas que lo hagan pertinente, pero también teniendo paciencia hasta que estas lleguen. Segundo, tiene que encajar en un marco muy concreto: debe ser conciso, directo, propositivo y lo más visual posible. La comunidad científica no siempre está preparada para comunicar ciencia a la política, y contar con estructuras específicas en las universidades, por ejemplo, sería un gran paso adelante.
En los últimos años, concluía nuestra presidenta Elena Lázaro, la labor del comunicador científico que explica los nuevos avances a la sociedad (mediante el periodismo o la divulgación) se ha especializado y profesionalizado. Quizás sea hora de hacer lo propio con el asesoramiento científico. En este otoño incierto, con la mirada pública más atenta que nunca a la ciencia y quienes la comunicamos, es urgente que quienes deciden por nosotros sepan de ciencia. Para ello, eso sí, tendremos que explicársela.