La telepatía –entendida como la transferencia de pensamientos entre individuos sin hacer uso de los cinco sentidos- yace hoy en el mayor descrédito. Juzgados en retrospectiva, aquellos ensayos en “comunicación telepática” realizados en el interior de submarinos se nos figuran un componente particularmente bizarro del folklore de la Guerra Fría, tan obsesionado con el “control de las mentes” invocado por la paranoia macartista. Un siglo de afirmaciones infundadas le ha valido a la telepatía la merecida etiqueta de “pseudociencia”. Sin embargo, la ciencia actual tiene una importante deuda con ella; una deuda en el terreno más inesperado: el del rigor metodológico.
Esta afirmación tiene detrás una curiosa historia, una historia que se entrevera con el origen de una de las más importantes herramientas del arsenal de las ciencias experimentales: los experimentos aleatorios (más conocidos por el anglicismo “randomizados”). Numerosos estudios en medicina y psicología se apoyan en esta metodología, en virtud de la cual los integrantes de la muestra a estudiar son asignados de forma aleatoria. Mediante el concurso del azar, se pretende minimizar sesgos posibles que distorsionen el diseño de un experimento. Su aplicación más conocida la tenemos en el ensayo clínico randomizado, en donde los pacientes son distribuidos en grupos de manera aleatoria, con el propósito de evitar cualquier diferencia sistemática que exista entre y dentro de los grupos al inicio del experimento.
Lo que pocos saben es que esta regla de oro surgió en el ámbito más improbable para el refinamiento de los métodos científicos: en lo que en el siglo XIX se denominó “investigación psíquica”. De hecho, fue el primer campo de pesquisas en el que se aplicó. Este tenía por objeto el estudio con el máximo rigor de los fenómenos paranormales que rodeaban al espiritismo. Sospechaban los escépticos que la “comunicación con los muertos” de la que alardeaban los médiums, podía esconder una suerte de intuición mental, un clarividencia que le permitía a éstos conocer datos íntimos de sus clientes para confeccionar los supuestos mensajes del Más Allá; una facultad en cualquier caso portentosa y merecedora de un escrutinio concienzudo.
Así las cosas, en las últimas décadas del siglo XIX, la posibilidad de “comunicación mental” atrajo a un ramillete de personalidades del mundo intelectual anglosajón, interesadas en someter la hipótesis psíquica a la más rigurosa verificación. Y así fue cómo la telepatía -término acuñado en 1882 por el británico Frederick Myers – convocó los afanes del reputado Francis Galton, el filósofo William James, el lógico Charles Sanders Peirce y el físico Lord Raleigh, entre otras eminencias.
En estas pesquisas el ensayo típico consistía en la adivinación de naipes. Un especialista en la emergente disciplina estadística, F. Y. Edgeworth, ayudó a diseñar experimentos que permitieron reducir al máximo los resultados imputables a la pura causalidad. Siguiendo esta pauta, el psicólogo de la Universidad de Standford John Edgar Coover utilizó dados para determinar cuándo se debía permitir a un presunto “telépata” observar un naipe aleatoriamente escogido, antes de indicar a otro “telépata” que intentara identificar “mentalmente” la identidad de la carta elegida por el primero.
Los tests no arrojaron nada concluyente acerca de la existencia de tales poderes mentales, pero sirvieron para introducir de forma metódica la intervención del azar en distintas fases de la ejecución de experimentos, nos explica el filósofo Ian Hacking, autor de un apasionante libro, La domesticación del azar, dedicado a la adaptación del pensamiento científico al mundo probabilístico. Finalmente, en 1925 el estadístico Ronald Fisher hizo la primera recomendación explícita para hacer de la aleatoriedad física parte integral de un estudio, tras exponer las razones subyacentes a la misma que justificaban su empleo. Luego, en los años 30 y 40 del siglo XX, la randomización se abrió paso en la medicina clínica con la finalidad de eliminar la responsabilidad personal del investigador y cualquier sesgo en su selección de los pacientes. ¿Curioso, verdad? Bien mirado, no resulta tan raro. A fin de cuentas, en más de una ocasión la ciencia ha evolucionado a caballo de nociones confusas o erróneas. Recordemos el fantasmagórico “éter cósmico” en el cual la astronomía se apoyó durante largo tiempo; o los místicos saberes alquímicos, que pavimentaron el camino a la química…. En el caso que acabamos de examinar, el laborioso proceso de ensayo y error nos demuestra una vez más, y de modo harto elocuente, que de hasta lo que parece una vía muerta se puede avanzar a un conocimiento más firme y contrastado.
Pablo Francescutti