John M. Thacher, director de la Oficina de Patentes estadounidense, presentó su dimisión a Columbus Delano —así me lo han contado—, argumentando: «¿Para qué seguir? Ya nada queda por inventar». Corría el año 1875. Y al cabo de poco más de una década, un ilustre químico galo, Marcelin Berthelot, escribía en su obra Les Origines de l’alchimie: «Desde ahora el Universo carece de misterios», decretando así que la materia estaba constituida por cierto número de elementos intransmutables entre sí —naturalmente, la radiactividad natural, aún desconocida, seguía su curso—. En 1895 Ferdinand Brunetière, que, ciertamente, no era investigador científico, hablaba con desenfado de la «quiebra metafísica de la ciencia» en su artículo «Après une visite au Vatican». También se daba fe del acabamiento de la biología. Claude Bernard ya había dicho cuanto cabía sobre este ámbito del saber. Y Carl Vogt sentenció que «el cerebro segrega pensamiento como el estómago jugo gástico; el hígado, bilis, y el riñón, orina» (Köhlerglaube und Wissenschaft. Eine Streitschrift gegen den Hofrat Rudolph Wagner in Göttingen, 1855), ya sólo restaba analizar esa secreción, sistematizarla y custodiarla en un baúl.
William Thomson de Kelvin quizás fue quien lo resumió mejor, en una conferencia pronunciada en 1900: «En la física, un conjunto perfectamente armonioso y en esencia acabado, sólo atisbo dos oscuras nubecillas en el horizonte: el resultado negativo del experimento de Michelson y Morley y la catástrofe ultravioleta al explicar la radiación del cuerpo negro».

¿Qué sucedió luego? Cuando se desanubló el panorama, tras aquellos nubarrones surgió la relatividad einsteiniana y la teoría cuántica. De súbito, las puertas tan decimonónica y prematuramente cerradas saltaron hechas añicos, evidenciándose innovadores enfoques y nuevos sentidos para la materia, la energía, el espacio y el tiempo. El conocimiento humano dio un paso de gigante, poniendo en tela de juicio, de una vez y acaso para siempre, su naturaleza misma.
La muerte de la ciencia, pues, no es la primera vez que se pronostica, y por gentes más doctas que muchos de los actuales embalsamadores, que desconocen las leyes primera y segunda de Clarke y los trabajos de Derek John de Solla Price, padre de la cienciometría, a tenor de los cuales aproximadamente cada dos décadas viene duplicándose el número de descubrimientos científicos significativos. No obstante, para cualquiera que haya analizado estas leyes de progresión surge una duda: ¿el crecimiento es puramente exponencial o es logístico? Es decir, ¿será ilimitado el número de conocimientos o existe un confín, digamos, de saturación? Sin duda, anticipar la respuesta sería tremendamente especulativo, pero incluso si el crecimiento fuese de índole logística, la cienciometría nos indica que aún estamos en la parte exponencial de la curva.
Entonces, ¿qué podría estar ocurriendo? No son pocas las personas dedicadas de un modo u otro a la ciencia, que, como Robert B. Laughlin (The Crime of Reason: And the Closing of the Scientific Mind, 2008), premio Nobel de física, señalan que la legislación sobre patentes y la seguridad nacional tienen perversas consecuencias en contra de la imaginación y la innovación. Aun así, según mi criterio, es muy difícil ponerle puertas al campo y, por supuesto, hay infinidad de problemas científicos planteados a la espera de ser resueltos: la unión del hiato entre el mundo relativista y el cuántico, la explicación de los qualia, la comprensión del origen de la vida, o de la homoquiralidad de azúcares y proteínas, o de la estructura tridimensional de las proteínas a partir de su secuencia de aminoácidos, o de la catástrofe del vacío, o del efecto Pioneer, o de la anómala estabilidad del catión norbornilo en disolución, o de la encefalitis letárgica, o de qué propiedades macroscópicas pueden determinarse conociendo las microscópicas… y ello sin citar los innumerables enigmas matemáticos que se plantean sin cesar, a la espera de su desenlace.
Estoy persuadido de que la ciencia tienen muchas e insólitas sorpresas que ofrecernos en el futuro, lo que no comporta que todas sean agradables.